LA REFLEXIÓN DE SHELEY
Publicado el 27 septiembre, 2006 Deja un comentario
Sin embargo algo fue distinto. Según la descripción que de ella hace Ramirez Da Costa, Sheley era una niña curiosa por naturaleza. Al tiempo que atendía a las vacas, recitaba poemas populares que, quizá, fueran la letra de canciones anónimas. Detalles de su personalidad que no contrariaron jamás a Arthur, y que aprovechó de forma inteligente. Ya hemos dicho que Arthur, el padre de Sheley, era pintor. Lo que se nos olvidó, quizá intencionadamente, fue que cuando Arthur visitó a Becquer lo hizo acompañado de Sheley Blank. En aquel entonces, el poeta miró a la niña y quiso recitar algo que ha quedado en la memoria del viento. Las crónicas no han sido capaces de aclarar aún los hechos. Lo cierto es que, cuando Becquer se despidió de ellos, un surco de plata brillaba en su mejilla. Cuando Sheley Blank contaba esto en alguno de sus libros anteriores a lo que refiero en esta narración, insistía en que aún no era capaz de entender qué fue lo que pudo motivar el llanto del poeta. Sí asegura, sin embargo, después de aquel viaje, que su padre entusiasmado, compró una buena parte de la biblioteca de un aristócrata asturiano. Desde entonces, Sheley dejó de atender el ganado y no paró de leer hasta haber devorado el último libro. Para entonces, había cumplido los veintidós años.
Es normal que entendamos, ahora sí, que Sheley había conocido escritores románticos que hablaban en sus obras de hombres deformes y otros monstruos humanos. Sin embargo, eran todo divagaciones solo encuadrables en la ficción, suponía.
Mientras Sheley veía, entre despiste y despiste, el brazo deforme del niño, recordaba su infancia. Lo que no veía era que el niño descubría el brazo, cuando ella no miraba, como si fuera un juego. Tampoco vio Sheley nunca como el padre la miraba también, tal vez enojado por lo que ella interpretaba como macabra curiosidad, tal vez avergonzado por la criatura que portaba sus rasgos. Sí vio, sin embargo, cómo el padre, incómodo ya por la situación que la actitud de Sheley estaba provocando, pagó repentinamente la cuenta del café, cogió al niño en brazos y salió del cafetín malhumorado. El infortunio, ayudado en gran medida por los nervios, causó entonces que el abrigo que cubría el brazo del niño cayera al suelo en la pretendida carrera. La secuencia de acontecimientos fue fugaz. Sheley corrió al abrigo, al mismo tiempo que el padre lo hacía, olvidando ya el brazo de su hijo, empujándole incluso a un lado. Enloquecido se arrojó al suelo para recoger la prenda. Sheley, por un acto reflejo, aprovechó entonces para verle nuevamente la deformación al niño. Pero en ese justo momento se paralizó el tiempo.
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