El niño elefante nació terriblemente horrendo. Desde su nacimiento fue recluido en la oscuridad y el silencio, para que nadie pudiera verlo jamás. En esa pequeña ilusión de conservarlo oculto, como mismo escondió la historia al Laocoonte y sus hijos, hasta el renacimiento. A diferencia de la escultura bastarda no fue enterrado nunca, es cierto. Sin embargo, sí fue cubierta siempre por una cortina su cabeza. El resto era normal, lo sabemos. El niño elefante era una piedra. Una pequeña china en el zapato de un caminante, o todas las chinas quizá bajo las ruedas de una bicicleta. Lo único que sacamos en claro es que se le cubría por el terror que inspiraba, así lo menciona Sheley Blank en su crónica del año 1898. Conclusión a la cual llegó, según nos cuenta, mientras estaba sentada en una cafetería y observó como un hombre cubría con su abrigo el brazo deforme de su hijo. Supuso entonces, y le pareció lógico, que el padre pretendía esconder la deformación por miedo a que la imagen macabra de un brazo contrahecho puediera generar una espantosa repulsa social entre los clientes del bar. Efectivamente Sheley llegó a ver el brazo del niño, y, paradógicamente no solamente no le había repugnado en absoluto, sino que, además, estuvo atenta desde la discrección a todos los movimientos del abrigo, por volverlo a ver. Una primera impresión nos puede hacer creer que Sheley Blank era una morbosa sin el más mínimo atisbo de curación posible, pero nada más lejos de la realidad. Sheley había nacido en una pequeña población de los Picos de Europa. Su nombre no debería sorprendernos si sabemos que su padre era extrangero: Arthur Blank, un joven pintor irlandés, romántico hasta el suicidio, que había llegado a España en el 1808, durante el reinado de Amadeo de Saboya y que, según cuenta en sus cuadernos de viaje, conoció a Gustavo Adolfo Becquer en Sevilla, a quien definió como un hombre lánguido, de mirada sagaz y moviento dormido. Monica Sánchez Umpiérrez, su madre, era una asturiana que apenas hablaba bien el castellano, y, por supuesto, no lo escribía. En ese escenario Sheley Blank había crecido entre vacas, nieve y olor a hogaza de pan recién hecha. De esta forma se acostumbró, también, al trabajo del campo, que desempeñaba con pestreza desde muy niña. Ordeñaba a las vacas, preparaba a los San Bernardos para que se las llevaran al campo durante meses a pastar, etc. Su proyección era, entonces conocida. Sheley Blank, aunque con nombre extrangero, sería una asturiana de sus labores, como su madre.
Sin embargo algo fue distinto. Según la descripción que de ella hace Ramirez Da Costa, Sheley era una niña curiosa por naturaleza. Al tiempo que atendía a las vacas, recitaba poemas populares que, quizá, fueran la letra de canciones anónimas. Detalles de su personalidad que no contrariaron jamás a Arthur, y que aprovechó de forma inteligente. Ya hemos dicho que Arthur, el padre de Sheley, era pintor. Lo que se nos olvidó, quizá intencionadamente, fue que cuando Arthur visitó a Becquer lo hizo acompañado de Sheley Blank. En aquel entonces, el poeta miró a la niña y quiso recitar algo que ha quedado en la memoria del viento. Las crónicas no han sido capaces de aclarar aún los hechos. Lo cierto es que, cuando Becquer se despidió de ellos, un surco de plata brillaba en su mejilla. Cuando Sheley Blank contaba esto en alguno de sus libros anteriores a lo que refiero en esta narración, insistía en que aún no era capaz de entender qué fue lo que pudo motivar el llanto del poeta. Sí asegura, sin embargo, después de aquel viaje, que su padre entusiasmado, compró una buena parte de la biblioteca de un aristócrata asturiano. Desde entonces, Sheley dejó de atender el ganado y no paró de leer hasta haber devorado el último libro. Para entonces, había cumplido los veintidós años.
Es normal que entendamos, ahora sí, que Sheley había conocido escritores románticos que hablaban en sus obras de hombres deformes y otros monstruos humanos. Sin embargo, eran todo divagaciones solo encuadrables en la ficción, suponía.
Mientras Sheley veía, entre despiste y despiste, el brazo deforme del niño, recordaba su infancia. Lo que no veía era que el niño descubría el brazo, cuando ella no miraba, como si fuera un juego. Tampoco vio Sheley nunca como el padre la miraba también, tal vez enojado por lo que ella interpretaba como macabra curiosidad, tal vez avergonzado por la criatura que portaba sus rasgos. Sí vio, sin embargo, cómo el padre, incómodo ya por la situación que la actitud de Sheley estaba provocando, pagó repentinamente la cuenta del café, cogió al niño en brazos y salió del cafetín malhumorado. El infortunio, ayudado en gran medida por los nervios, causó entonces que el abrigo que cubría el brazo del niño cayera al suelo en la pretendida carrera. La secuencia de acontecimientos fue fugaz. Sheley corrió al abrigo, al mismo tiempo que el padre lo hacía, olvidando ya el brazo de su hijo, empujándole incluso a un lado. Enloquecido se arrojó al suelo para recoger la prenda. Sheley, por un acto reflejo, aprovechó entonces para verle nuevamente la deformación al niño. Pero en ese justo momento se paralizó el tiempo.
Efectivamente, cuando el niño se había visto liberado de los brazos de su padre, corrió desesperado a una servilleta de tela que reposaba en una de las mesas, y, mientras parecía escribir alguna cosa en ella con el brazo deforme, Sheley observaba atónita, que aquel brazo estaba más sano incluso que los suyos. En su puño aferraba con pasión una pluma de ganso manchada de tinta en su extremo, que bailaba ahora sobre la tela, sin concesiones.
El padre, al darse cuenta, aprehendió al hijo en volandas y corrió despavorido calle arriba. Cuentan que, mientras guardaba la servilleta olvidada sobre la mesa sin leerla apenas, vieron una lágrima rodar por la mejilla de Sheley.