la cucaracha, la cucaracha…


 

 Al principio las cucarachas estaban todas en el jardín, y yo, con otra gente, dentro de la casa. Algo habíamos ido a hacer a aquella casa y descansábamos distribuidos en grupos de 3 o 4 personas en las habitaciones limitadas de que disponía. En la nuestra había una persona a la cual no le importaba lo más mínimo tener una de las ventanas abiertas al jardín por la noche. Todo el mundo sabe que los insectos se sienten atraídos hacia la luz por un motivo muy fácil de entender: cuando se hace la noche se guian por la luna, lo que produce que cualquier foco de luz tiene su momento de gloria a los ojos de cualquier insecto. Sólo por esta razón vuelan las palomillas en torno a la luz, describiendo una serie de círculos concentricos cada véz más pequeños, o, más correcto técnicamente, una espiral cónica cuya punta se identifica, precisamente, con el foco de luz. Pero volvamos al caso.

En aquella casa, casi desconocida para mí, si no fuera por las ventanas azules de madera vieja que, realmente no reconozco en ningún sitio que recuerde con nitidez, había bastante gente, amigos todo, supongo, que se disponía a hacer algo de lo cual no tuve constancia, aquel fin de semana. Por cierto, era fin de semana. Lo cierto es que después de mis repetidas advertencias de que cerraran las ventanas del cuarto, una cucaracha fue buscando la luna en la pequeña bombilla de la habitación. Primeramente cruzó la ventana con sigilo posándose en su marco por la parte de adentro. A primera vista no era un gran espécimen, sin embargo, cuando después de mi histeria, acrecentada por la burla de los allí presentes, el coleóptero decidió levantar el vuelo, todo se convirtió en un revuelo de manotazos al aire y carreras sin sentido. Esto me merece un reflexión. Las cucarachas voladoras, o volonas como las llamamos en canarias, son machos. Esto no tuve ocasión de aprenderlo de la mano de un amigo mío cuya pasión son estos insectos detestables para la inmensa mayoría. Podría decir que este gusto elitista por una de las manifestaciones más asquerosas de la naturaleza no pudo más que sorprenderme. Mi amigo las persigue, las estudia, las acaricia, las quiere, las conserva en un terrario que tiene en la azotea de su casa en el que colecciona cuantas razas es capaz de atesorar. Y, con todo, vive de matarlas. Efectivamente, este amigo mío tiene una empresa de control de plagas. Una relación amor odio que no tiene parangón. Recuerdo una anécdota suya en la que terminó en una seria discusión después de que un albañil matara un ejemplar rarísimo que había asomado desde una alcantarilla. Al parecer la cucaracha era enorme, unos quince centímetros de largo, y además gris, solo de pensarlo me dan ganas de echarme a correr.

Esto me recuerda que debo seguir con la historia. Echarme a correr fue exactamente lo que hice cuando vi que aquella cucaracha que estaba observándonos desde el umbral de la ventana levantó el vuelo. Yo corrí, como alma que lleva el diablo, por el pasillo adelante hasta el salón. Ahora reconozco la casa de tirajana en esta que describo. Cuando llegué a medio salón la cucaracha no solamente había decidido dirigirse a la misma habitación en su vuelo incontrolado (siempre he pensado que ninguna cucaracha que sepa volar sabe pilotar, ya que su vuelo es sin rumbo ni conciencia), sino que además estaba procurando posarse en alguna parte de mi cuerpo. No será necesario que explique lo que ello supone para mí, si diré, sin embargo, que le dí tantos bofetones al aire que, de ser un humano, habría caído de KO técnico de bruces contra el suelo. La cucaracha tuvo más suerte que el aire, sin lugar a dudas, y solo recibió uno de tantos, pero suficiente para disuadirla de buscarse otra pista de aterrizaje. Y entonces vió el piano. Quien pudiera saber lo que pensó (si es que estos animales piensan, lo cual no estoy en condiciones de aventurarme a negar de manera categórica) cuando vio el inmenso instrumento negro con su larga cola. Algo me hace pensar que era un maravilloso Steinway and Sons, cualquier intento de describir tremenda maravilla será ocioso. No lo es, sin embargo, el relatarles lo que capté cuando la cucaracha se posó sobre él. De alguna manera fui capaz de darme cuenta de que la cucaracha sabía bien que tenía bajo las patas, incluso me aventuro a aseverar que, mientras volaba, fue capaz de pilotar por primera vez en la milenaria historia de estos bichos. Es cierto esto que digo. Cuando se posó recorrió las teclas del piano con una conciencia y una parsimonia semejante a la de un monje que pasea por su huerta mientras da gracias a la naturaleza por sus regalos. La cucaracha fue saltando de octava en octava y, milagrosamente, se posaba siempre sobre las teclas que retumbaban en do. Yo no tengo mucha idea de teoría musical, de hecho me defino como lego en la materia, sin embargo, cuando varió en la secuencia de sus saltos algo me hizo pensar que aquel bicho inmundo, de pesar una quinientas veces lo que pesaba, estaría tocando una melodía en el piano.

Ya he dejado constancia de mi aberración hacia estos señores del asco, pues bien, diré ahora que jamás había estado tanto tiempo observando a uno, y mucho menos había sentido nunca un mínimo interés por lo que quiera que fuera que sería capaz de hacer. También he dicho que no tengo idea apenas de la teoría musical, lo que me hace ser incapaz de reconocer una secuencia complicada de notas identificándola en el momento con sus respectivos nombres musicales. Así que, dada mi torpeza al respecto y conociendo tremenda limitación, me deslicé casi imperceptiblemente a una cámara de fotos Olympus 350 que también hace videos. Mi intención era sencilla, grabar el concierto de la cucaracha y, luego, en la intimidad y ayudado por la grabación, ir apuntando la secuencia de notas para extraer así la melodía con que se me antojó que aquel insecto estaba procurando obsequiarme. Desgraciadamente la cámara no estaba donde debía. Al principio yo sentí una cierta desesperación por no poder librar a aquel momento del limbo de los imposibles, pero pronto claudiqué y dedicí terminar de ver e intuir el concierto de piano para cucaracha en do mayor. Sí, no fui capaz de escucharlo con los oídos, es cierto, pero el concertista me transmitió su ritmo con la frecuencia minuciosa de sus saltos. De hecho no estoy tan seguro de que no fuera yo capaz de escucharlo, si esto fuera así, no entendería que cuando terminó la obra me entregara en aplausos hacia la cucaracha pianista.

Lástima que la asusté, lástima también que todo volvió a la normalidad, lástima que decidiera volar nuevamente hacia mí mientras yo seguía aplastando el aire con mis manos. Lástima, al fin y al cabo, que cuando me di cuenta de que se había posado en la palma de mi mano derecha ya era demasiado tarde para evitar la muerte de una de las mayores interpretadores de piano que ha dado la naturaleza jamás.

2 Comments on “la cucaracha, la cucaracha…”

  1. ¿Viste si podía caminar bien? ¿Y si no podía, le ofreciste marihuana, para que pudiera? ¿Le gustó? ¿Se inspiró más, tocó mejor? ¿Te contó algo de México? ¿Había
    Amor?

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  2. había amor, supongo, entre sus patas. Pero no quise comprobarlo. Quizá por ello estaba intentando aterrizar en mí, para darme una abrazo cargado de amor. ¿Y si la cucaracha me estuviera amando, Santi? que amor más imposible el nuestro. Detestaría su forma de quererme y no podría acariciarle la espalda, ni con toda la marihuana del mundo en la sesera.

    Un abrazo, compañero.

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