Barro, piedras y arcos (I)
Había una vez un castillo ruinoso construido sobre un lodazal y sujetado por los débiles brazos de lo habitantes del barro, que, enfrentados, procuraban mover la mole en direcciones contrapuestas.
Los habitantes del castillo -demasiados quizá- eran conocidos como los enrocados y no habían pisado nunca el barro sobre el que navegaba el monumento. Dormían en él, comían en él y toda su exigua realidad giraba en torno a las escalinatas que subían a la torre más alta, en donde se situaba el trono del que llamaban «guía».
Todos pretendían ascender al trono de piedra, y en ese juego por conquistar escalones unos avanzaban y otros caían. Por eso tenían que tener toda su atención fijada en las estrategias y los ardides para procurar el ascenso. Eran muy pocos los que miraban a la base de la muralla, y sentían compasión por los embarrados de fuera. Y si lo hacían era muy probable que su despiste les supusiera caer de los escalones conquistados con tan estudiadas artimañas.
Sin embargo, cada 4 años, como por arte de magia, todos los habitantes del castillo miraban con un interés inusitado a los embarrados, porque sabían que el pueblo en esos momentos empujaba con fuerza intentando desplazar la inmensa mole a derecha o izquierda. Y entonces, se desgañitaban los enrocados gritándoles, alentándoles a empujar en una u otra dirección, prometiendo dádivas o contagiándoles miedos infundados a los de uno y otro lado del lodo, haciéndoles creer que se sucederían desastres de todo tipo si los opuestos empujaban con más fuerza que ellos. Al final, los embarrados, extenuados de tanto grito, abandonados de ánimo y fuerzas, dejaban de empujar y el edificio quedaba donde estuviera: unas veces más a la derecha, otras más a la izquierda o, simplemente, en el mismo lugar donde estaba. Y era entonces cuando dentro del castillo volvían a reanudarse las escaladas de los enrocados para seguir subiendo hasta la torre más alta y los embarrados a seguir manteniendo con sus brazos la inmensa mole para que el castillo no zozobrara.
La vida en el lodo era variopinta. Sus habitantes se relacionaban entre sí intercambiándose arcillas de distintos colores y texturas. En ocasiones existían disputas, y entonces solicitaban la intervención de otro enlodazado para que mediara y decidiera en equidad. Y a eso llamaron justicia.
Un día, los mediadores del lodo decidieron hacer una gran torre de madera, casi tan alta como la torre más alta de la mole de los enrocados, estructurada en diferentes plantas y en cada una de ellas colocaron arqueros y oteadores. En la cima de la torre de madera pusieron también un trono y sentaron en él a uno de los mediadores, quizá el más anciano y sabio, no lo sé. Lo cierto es que desde entonces los arqueros comenzaron a disparar sus saetas con precisión a los enrocados que subían las escaleras de la mole, de manera selectiva. Algunos, al caer, trastabillaban y se precipitaban al vacío dándose de bruces contra el lodo, y los habitantes del barro jaleaban consignas de alegría por el alivio del peso que aquello suponía para sus brazos.
Sin embargo, no tardaron en darse cuenta los enrocados de la lluvia de flechas e idearon una estrategia. Lanzaron cuerdas con ganchos a la torre de madera, que, al prenderse a los tueros se tensaron. Entonces tiraron con todas sus fuerzas y consiguieron que la mole de madera resbalase sobre el lodo hasta tocar la mole de piedra, y así unieron las dos estructuras en un titán arquitectónico. Prometieron respetarse desde entonces, pero los habitantes de la mole de piedra eran duchos en el arte del convencimiento y tras varias reuniones consiguieron obtener el privilegio de elegir quién debía sentarse en el trono de madera.
Los enrocados no previeron, sin embargo, que la torre de madera tenía accesos al lodo por la que subían en ocasiones los mediadores, para rendir cuentas, y a través de la cual los arqueros y oteadores tenían contacto con la vida en el barro. Eso marcaba una gran diferencia entre los arqueros y los enrocados. Por eso, los habitantes de la torre de madera eran respetados en su gran mayoría y los enrocados eran vistos como personas distantes y lejanas. Así, los embarrados confiaban en los arqueros, a pesar de que éstos también disparaban en ocasiones contra algunos embarrados conflictivos.
Este hecho era visto con temor por algún sector de los habitantes del lodo, ya que entendían que no siempre se disparaba con criterio. Por eso, decidieron hacer una tercera torre de cartón tan alta como la torre de piedra y la de madera y subieron a ella un trono en el que se sentó uno de ellos, se dice que al azar. Desde esa torre observaban a los habitantes del lodo, los de la torre de piedra y los de la torre de madera e iban estableciendo normas y criterios que debían seguir los arqueros para saber a quién disparar y a quién no. Recelosos de nuevo, los habitantes de la torre de piedra lanzaron cuerdas con ganchos y repitieron la operación que habían llevado a cabo con la torre de madera, deponiendo al habitante sentado en el trono. En su lugar colocaron a un habitante de la torre de piedra.
Todo parecía funcionar entonces, la magnífica mole estaba conformada por el gran castillo de piedra, y las torres de madera y cartón anexas. Durante mucho tiempo las tres torres se relacionaron entre sí, los habitantes del lodo vivían en paz y en prosperidad porque los enrocados, a pesar de sus argucias, no dejaban de sentir el control de las dos torres y, sobretodo, de los habitantes del lodo. Pero era un espejismo.
Cuentan que un día un enlodazado trepó las murallas de palacio y pudo oír las conversaciones secretas de los enrocados. Y entonces bajó al barro y contó todo lo que había escuchado. Pero los enlozados querían saber más y decidieron construir un magnífico catalejo sobre el lodo desde el que podían ver todo lo que sucedía en el castillo y las dos torres, y también en el lodo. Y criaron loros de muchos colores, y les enseñaron a repetir las palabras. Cada día los soltaban y las aves sobrevolaban la torres y el castillo, se posaban en las ventanas y las almenas y luego volvían y repetían todo cuanto habían escuchado. Los observadores, que así llamaron a los enlodazados que habitan en el catalejo, anotaban todo en pequeñas cuartillas y luego las repartían entre los habitantes del lodo.
Y así, los embarrados supieron cosas que no debían de saber, y se enfadaron. Con las noticias se dieron cuenta de que los habitantes del castillo vivían limpios mientras ellos estaban condenados al fango, y, sin embargo, el castillo existía porque ellos se encargaban de mantenerlo. Al principio fueron pocas las bolas de barro que reventaron contra las murallas, pero poco a poco los embarrados fueron sumándose a la ocurrencia y en cuestión de semanas una gran mayoría estaba disparando proyectiles contra las piedras del castillo. No tenían nada a mano para arrojar, y el barro era muy endeble para derribar el castillo, pero los habitantes de la torre de madera, motivados por la emoción y la cercanía a los embarrados decidieron disparar saetas cada vez más altas, cuentan que alguna llegó a clavarse a los pies del trono de piedra. Los habitantes de la torre de cartón intentaron desarrollar criterios específicos para solventar la desigualdad entre los enrocados y los embarrados, pero se debían al habitante sentado en el trono de cartón y poco podían hacer. Antes bien, se había desarrollado tan estrecha relación entre este y el guía del trono de piedra que alguno llegó a proponer que eran la misma persona. Sea como fuere, lo cierto es que ambos miraban preocupados al habitante sentado en el trono de madera, y éste, en ocasiones procuraba contener a sus arqueros. Unas veces lo conseguía y otras no.
Entonces, los enrocados que subían las escalinatas del castillo cada día se dieron cuenta de que ese desconcierto podía ser un instrumento para sus estrategias de escalada, y se dedicaron a musitarle noticias falsas a los loros, que luego volaban al gran catalejo y las transmitían, generando confusión y estupor entre los embarrados, que no sabían a qué atenerse. Alguno gritaba un nombre y los arqueros disparaban al enrocado en cuestión, de suerte que cuando caía, los que le seguían subían un peldaño. Y así, la manipulación de los embarrados se convirtió en un arma poderosa para que los enrocados siguieran adelante en su escalada.
Continuará…