Senegal XI


Fuera estaba César enseñándole aún los videos al gendarme histérico. El comandante le mandó llamar. Apenas nos miramos.

Cons estaba de pie, le habían quitado toda la ropa excepto los calzoncillos. Se abrazaba el cuerpo de frío y, curiosamente, se reía ahora de todo aquello. Su risa me alivió bastante. El gendarme histérico me miró entonce señalando mi cámara. Yo sabía que éste sería un hueso duro de roer, así que no le dí tregua; si me gritaba, más le gritaba yo; si me decía que en las fotos había cayucos, que quitara los cayucos de las playas le respondía. Tal fue la discusión que Laura me pidió que me callara para no empeorar las cosas. Para ese momento, el gendarme había vuelto a entrar en el despacho del comandante. Nadie volvió a hablarme de las fotos.

Cuando César salió del despacho del comandante con Carmen y el responsable de Cruz Roja Senegalesa, el mismo comandante les acompañaba. Carmen nos aseguró que no había forma posible de recuperar las cintas. Entonces vi cómo prendían a Cons, desnudo como estaba, y lo metían dentro de un calabozo. Se suponía que todo había terminado ya, éramos libres, nos quedábamos sin las cintas y Cons sería enviado a la carcel de Zinguinchor. Yo no estaba dispuesto a aceptar aquello. Así que le pedí a Carmen que le preguntara al comandante cuánto tiempo tenía que esperar yo sentado en la puerta de la gendarmería hasta que liberaran a Cons. El comandante ante mis palabras guardó un tenso silencio, luego dió una orden malhumorado. A las once y media de la noche salimos de la gendarmería, Cons echaba su brazo sobre mis hombros, y aún se reía de todo.

Fuera de la gendarmería había un coche parado en la puerta. La calle mal iluminada se abrió ante el reflejo de la piel blanca de dos personas. Eran los chicos canarios que habían presenciado toda la discusión que nos había llevado a perder las cintas. Nos dijeron que teníamos la cena preparada en su campamento, que estaba a unos tres kilómetros. Yo aún me estaba reponiéndo de todo aquello. Me limité a darles las gracias y decirles que aún teníamos que pensar qué haríamos. No tenía ganas de hablar con nadie, así que me di media vuelta hacia la puerta de la gendarmería de nuevo. Allí vi a un hombre vestido exactamente igual que el comandante, con las mismas facciones que el comandante, pero con una sonrisa de oreja a oreja mientras se acercaba a mí gritando: «¡Narwhal Tabarca, escritor español, mi amigo!. Al principio me costó creer que aquel hombre fuera realmente el mismo que nos insultara hacía apenas diez minutos en su despacho. Efectivamente, era el comandante, y me trataba ahora como nos conocieramos de toda la vida.

Yo le seguí el trato jovial y me eché a reir, de forma prudente al principio, a carcajadas luego. Hablamos de España, de mí, de él. Era un hombre encantador ahora. Me pidió mi dirección y se la dí. Nos llevó a un hotel y se encargó de que nos hicieran algo de cenar. Luego, entre sonrísa y carcajada, se despidió de nosotros, no sin antes habernos deseado las buenas noches.

Allí nos vimos, en el hotel, como exconvictos que no entendían nada de lo que había pasado. Entre nosotros se había creado una tensión indeseable. César y Laura echaban la culpa de todo a Cons. Yo medié entonces y recordé que el principal culpable de todo aquello había sido el chofer estafador. Al cabo de una hora Cons dormía apaciblemente, en la cama de al lado. Mientras, yo le daba vueltas a una idea en mi cabeza: tenía que recuperar las cintas confiscadas como fuera.

 

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