Senegal V


Cuando amaneció, escuché cómo los gallos despertaban al pueblo. Eran las 7 de la mañana. Lejos de paracerse a nada de lo que había conocido en el pasado, aquella casa donde nos hospedábamos estaba ocupada por, al menos, cinco familias de Bignona (unas treinta personas en total). Desde tan temprano, cuando salí al pequeño jardín de arena, los niños ya jugaban junto al pozo.

Los niños senegaleses son una extensión de la ternura de una madre. Se me han acercado cientos de niños en estos días gritanto: «Touba, Touba» (hombre blanco). Tan pequeños se me paran delante y me extienden sus manitas con la única intención de que los salude como a adultos. Al hacerlo, algunas niñas incluso hacen una reverencia, la misma que le hacen las mujeres aquí a los reyes en las recepciones oficiales. Se acercan sin esperar nada a cambio, pero siempre recibían mi sonrisa y algún caramelo. Entonces, me gritaban «Tangal Tangal» para que les diera otro. Cuando se corre la voz, la marabunta de pequeños puede ser impresionante: un revuelo de cabezas, manos extendidas, empujones, risas, algún pequeño enfado entre ellos, todos queriendo coger uno, dos o cuantos puedan. Luego se los echan a la boca todos juntos y se los enseñan entre ellos sacando la lengua.

Pues bien, aquella mañana a las 7, los niños ya estaban jugando, así que me senté con ellos, les dí caramelos y les dejé pintar en mi cuaderno. Cuando ví que esto último los entretenía bastante, me fuí a una tienda y les compré una libreta y un boli a cada uno. En el momento de partir, tres horas después, aún seguían pintando.

Salimos de Bignona por la mañana, después de haberme duchado al estilo africano (como dice Cons), es decir, con un cacharro de agua y una lata, y de un desayuno africano con té, leche en polvo y pan. Salimos de la estación de coches de Bignona rumbo a Cap-Skirrin.

Este Pueblo costero es el núcleo más importante de turismo en la región de Casamancé. Las calles son de tierra y sus paisajes dirieren poco del resto de pueblos costeros que hemos visitado. Sin embargo, se ve una mayor presencia de toubas y los precios son sensiblemente más altos que en el interior. Allí estuvimos dos noches, alojándonos en un hotel cerrado, junto a una playa hermosa, inmensa y llena de vacas que reposaban en la arena, meditando diría; disfrutando sin duda de una paz envidiable. No las molestaba siquiera la presencia de los pescadores cuando llegaban en numerosos cayucos sobre las cuatro de la tarde, de sus faenas.

Llegaban estos pescadores a la playa de Cap-Skirrin, cargados de pescados de todos los tipos y formas. Entre ellos, algunos que no había visto en mi vida, como el que tuvimos ocasión de comer en una choza, a la luz tenue de las velas consumidas por la noche, y el acompañamiento de los yembé y los cantos de los hijos de Casamancé. Este pez, de extraña y repugnante cabeza cartilaginosa, ojos grandes y cuerpo común, se llama capitán.

Recuerdo ahora que mientras cenábamos en este lugar, sobre la arena, estaba saliendo un cayuco a España. Esto sucedía a escasos 100 metros de nosotros y no lo supimos hasta el día siguiente.

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